martes, 16 de agosto de 2016

Vida...

Por fin...

Lo había conseguido, por primera vez desde que había tenido aquel horrible accidente me sentía en paz, mi espíritu se había liberado completamente de mis cadenas terrenales y me había permitido terminar esa gran aventura que protagonicé cuando estuve viva. 

Sin embargo, todavía había algo que me atormentaba; no era una cosa tan materialista como el dinero que no había conseguido o el trabajo que dejaba atrás y tampoco era algo egoísta como los sueños o las metas que no había podido conseguir, ya de nada servía preocuparse por ello. Lo único que me impedía avanzar, que hacía que mi alma volátil se estremeciese en aquella dimensión fantasmal, era mi hija.


Aun estaba allí, apretando con fuerza la mano inerte del cuerpo que había abandonado. Me había ido demasiado rápido, no estaba segura de que mi pequeña pudiese seguir por el buen camino sin un referente que se lo enseñase. Había pasado una adolescencia complicada, llena de separación y desengaños mezclado con un torrente de hormonas revolucionadas y la búsqueda de su verdadero ser. 
No podía irme, no podía marcharme y dejarla a su suerte sin antes saber qué sería de ella.
Parecía que los ángeles que nos rondaban se habían metido en mi cabeza porque, instantes después, una resplandeciente luz dorada baño el cuerpo de mi hija y despertó la magia que en ella se escondía. Objetos y diminutas criaturas importantes para ella que habían protagonizado momentos inolvidables durante su crecimiento aparecían tímidamente por las hebras de su pelo, saludándome y guiándome por el mundo interior que hacía a mi hija ser lo que era.
Fue entonces, mientras seguía aquel camino lleno de fantasía hasta el mismo alma de mi hija, que resplandecía con firmeza y pureza, cuando descubrí que tenía un par de etéreas alas de ángel pegadas a su espalda, esperando poder desplegarse algún día. 

Cuando estuve viva no me di cuenta, pero en algún momento mi bebé se había convertido en toda una mujer. Le esperaban días duros en los que se vería tentada a coger los atajos que regalaban los diablillos, pero ya era lo suficientemente fuerte para luchar contra ellos y volver a la luz si en algún momento sucumbía a ellos. Podía seguir adelante, ahora lo sabía.

Me acerqué a ella con cuidado, acaricié uno de sus mechones y le di un beso en la cabeza. Ella se estremeció y miró hacia el techo, aun con los ojos bañados en lágrimas, buscándome.
Sonreí y dejé que uno de los seres alados que había a mi lado me cogiese de la mano y me guiase hacia el otro lado, donde esperaría tranquilamente el lejano momento en el que podría reencontrarme con ella, guiada por unas alas muy parecidas a las que tenía yo desplegadas.



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