No sé si es lo normal
ponerse todos los días a las siete de la tarde los cascos bien apretados en los
oídos, subir el volumen hasta que sientes que los tímpanos van a explotar y
esconderse bajo una manta mientras miras la primera revista que te encuentras
en la mesa del salón, pero yo no podría vivir sin hacerlo.
Quizás parezca extraño,
pero hacer eso me permitía sentir que yo tenía en control. Yo soy la que decide
desaparecer, la que detiene el tiempo y consigue que se doblegue ante mis
deseos. El destino no consigue empujarme, no me obliga a seguir adelante y
afrontar los peligros que seguro me están esperando detrás de aquel trozo de
tela. Burlo al universo. Burlo la maldición que me echó mi madre en el mismo momento
de mi concepción.
Bueno, quizás el
término maldito es demasiado radical, supongo que esas personas no pueden conocer lo
que es la felicidad, y yo, aunque sea en menor medida, la he podido degustar.
Es mejor decir que la suerte nunca me ha sonreído o que no he tenido la
oportunidad de verme rodeada por gente que pudiese echarme una mano cuando más
lo necesitaba.
Es por esto que, cuando
descubrí los periódicos, los telediarios y los informativos, mi modo de ver las
cosas cambió. Allí podía ver todo tipo de historias, tanto buenas como malas,
pero en realidad eso era lo de menos, lo que de verdad me impresionaba era
descubrir que había una manera de demostrar que los habitantes de un mundo como
en el que yo crecía teníamos voz en una sociedad que parecía ajena.
Yo quería ese poder,
necesitaba explicarle al mundo la oscuridad que nos envolvía en aquel páramo
olvidado de Bilbao, si lo conseguía conseguiría mi billete para salir de allí,
para dejar atrás ese sucio hogar en el que me había criado mi madre. Era tanta
mi ambición que incluso me llegué a obsesionar.
A los doce años todo
cuanto existía para mí era la escuela, siempre tenía que sacar las mejores
calificaciones, agradar a los profesores, hacer cualquier tipo de actividad que
se me permitiese para mejorar el expediente que, en un futuro, conseguiría
reposar en las manos del decanato de una de las universidades de periodismo de
Madrid. Creo que fue entonces cuando empecé a refugiarme en esa manta que me
había protegido tantas veces desde que tenía memoria.
Mi único deseo era
poder salir de allí, no me importaba la opinión que tuviesen mis compañeros de
clase, los malditos vecinos que no hacían más que cotillear a cualquier hora
del día o incluso mi madre.
Era alguien fuerte,
había aprendido a valerme por mí misma, a distanciarme de aquellas personas que
me parecían un estorbo y acércame a las que tenían algo que ofrecer.
Puede que, dicho así,
parezca una manipuladora, tampoco lo puedo negar, pero la vida con la que había
tenido que lidiar era la que me había convertido en esto.
No quería echarle la
culpa a mi madre, conocía perfectamente las condiciones en las que me había
tenido.
Nunca hablábamos de mi padre, o más bien del señor que puso su
semillita en el interior de su supuesta amante, era un tema tabú y no había
manera humana de destruir las barreras que había levantado contra él. No
podíamos contar con nuestra familia por parte de madre porque, según tenía
entendido, todo cuanto había hecho ella para irse de su India natal iba en contra
de sus creencias y principios étnicos; para ellos ambas estábamos muertas. Lo
que nos dejaba con absoluta y completamente nada. Mi madre no tenía ni estudios,
ni ahorros ni posesiones; se quedó sola con una pequeña mochila y el feto que
se convertiría algún día en mí. Todo un marrón, vamos.
Aun no estoy segura de
por qué no me odia, tiene todos los motivos del mundo para hacerlo, pero en vez
de eso me convertí en el único motivo que tenía para seguir luchando. Es por
esto mismo que me aborrezco cada vez que la culpo por el tipo de persona que soy, por
enseñarme sin querer lo lujurioso y manipulador que puede llegar a ser el ser
humano y por no haberse dado cuenta del
dolor que estaba sufriendo por una situación que ella había provocado sin
siquiera darse cuenta.
Pero ¿Cómo puedo deshacerme de esta sensación? ¿Cómo
puedo conseguir volver a mirarle a los ojos como cuando era una pequeña niña de
nueve años?
Sin embargo, esa
preocupación quedó eclipsada ante mis logros académicos y mi brillantez ante el
gran futuro profesional que me esperaba.
Todo lo demás me daba
igual, no me importaba cambiar, dejar a un lado mis creencias y mis sentimientos, si con ello conseguía cumplir mi objetivo.
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