Acabábamos de llegar a
la Gran Vía y, cómo siempre, nos quedamos atrapados en el atasco que solía
formarse allí. Las tiendas estaban colapsadas, la acera era casi imperceptible bajo
los pies de tantas personas y en el McDonald que tenía a mi izquierda no debían
de quedar mesas vacías porque a través de los cristales podía ver varios grupos
tirados en el suelo con sus bandejas. Me estremecí ¿Cómo eran capaces de
aguantar la presión? ¿No les molestaba la atmósfera cargada? ¿El olor que
desprendían los cuerpos al estar tan pegados? No podía entenderlo.
—Lo siento, quizás
debería haber ido por otro lado, no tenía que haberle hecho caso al GPS de mi
móvil.
—No
te preocupes.
Fruncí los labios y me
concentré en el cartel de la tienda del H&M. Era una situación incómoda,
por mucho que me había negado, ella había acabado arrebatándome las llaves y
sentándose en el asiento del conductor.
—Soy Sara, por cierto.
—Santi.
—Pues cuéntame Santi ¿A
qué habías ido a la feria del libro?
La miré incrédulo ¿Tan
difícil era imaginárselo? —Supongo que a ver libros, aunque mi principal motivo
era ir a la firma de Carlos Ruiz Zafón.
—¿En serio? ¡Qué guay!
Yo también soy fan de ese autor, con quince años me leí la trilogía de la
niebla en una semana.
Asentí, lo cierto era
que no tenía muchas ganas de hablar y menos con la que había presenciado mi
patética escenita.
—Y ¿Qué es lo que te ha
pasado? Sinceramente, me he pegado un susto de muerte cuando he visto cómo te
caías.
Genial, justo el tema
que más odiaba ¿Qué explicación querría? ¿La larga o la corta?
El once de Marzo del
2004 mis padres y yo nos despertamos temprano para llegar a tiempo al
aeropuerto. Un primo de mi padre se casaba en Colombia ese sábado y mi madre se
había empeñado en ir un día antes para poder hacer un poco de turismo antes de
la celebración. Supongo que ahora se arrepiente de tomar esa decisión.
No teníamos coche, así
que cogimos el metro y fuimos a Atocha para tomar la línea que nos dejaría
directamente en el aeropuerto. Todavía recuerdo lo cansado que estaba, eran las
siete y media de la mañana y ya estaba sentado junto a mi madre en uno de los
bancos de la estación esperando a que mi padre volviese. Era pequeño y lo único
en lo que pensaba era en que quería irme a casa, olvidarme de la boda y dormir
como un lirón. No sé por qué se fue, pero quizás si no lo hubiera hecho aún
seguiría con nosotros.
Harto de esperar, apoyé
mi cabeza en las piernas de mi madre y cerré los ojos. El barullo que formaban
las personas que andaban por la estación era como una nana para mí, había
comenzado a entrar de nuevo en el mundo de los sueños cuando un extraño sonido
nos sobresaltó.
Me levanté de un salto,
curioso, quería ir a investigar pero mi madre me agarró por la muñeca y me
retuvo junto a ella. Jamás la había visto tan nerviosa, sus ojos estaban
cargados de sospecha. Lo intuía. Quizás, si yo hubiese sido más observador,
también me hubiese dado cuenta de la siniestra calma que reinaba repentinamente
en Atocha, pero era sólo un niño.
El fuerte sonido de la
explosión resonó en mis tímpanos, los gritos rasgaban el aire como cuchillas y
el edificio se estremeció durante unos interminables segundos.
Asustado me di la
vuelta para preguntarle a mi madre que qué estaba pasando, pero ella apretó con
más fuerza mi muñeca y comenzó a correr. Fue un intentó inútil.
Pocos segundos después
infinidad de cuerpos aterrorizados y cegados por el pánico aparecieron a
nuestro alrededor y nos engulleron. No parecían ni ser conscientes de a dónde
se dirigían pero eso no les hizo detenerse. Sentía las uñas de mi madre
clavándose en mi piel en un desesperado intento por no separarse de mí, pero
alguien me pisó, lo que hizo que tropezase y me soltase.
Lo último que vi de ella
antes de que la multitud se la tragara fueron sus ojos angustiados, unos que me
advertían del peligro al que me acababa de exponer.
A partir de ahí mis
recuerdos eran confusos. Me acordaba de la infinidad de golpes que me dieron
mientras intentaba encontrar a mis padres, los empujones que recibí cuando me
interponía en el camino de alguien, por más que intentaba encontrar una salida
sólo veía piernas y caras agónicas desesperadas por salvar su pellejo. No les
importaba nada más, sólo sus vidas.
Mi instinto me decía
que no podía caerme, pero en uno de los golpes mis piernas me fallaron y acabé
tirado en el suelo.
No se molestaron en
esquivarme, una vez ahí lo único que recibí fueron pisotones y patadas, nadie
intentó ayudarme, estaban cegados, no debían ni de ser conscientes de que lo
que estaban pisando era el cuerpo de un niño.
Piernas, manos, pecho,
estómago, cuello, cara… creo que ninguna parte de mi cuerpo se libró de acabar
bajo las suelas de los zapatos. Si no hubiese sido por aquel fuerte golpe que me
dieron en la cabeza y me dejó inconsciente quizás hubiese tenido que soportar
durante mucho más tiempo aquella interminable tortura. Aun no entiendo ni cómo
sobreviví, sólo sé que desperté poco tiempo después en el polideportivo que
habían habilitado como hospital para las víctimas del atentado del 11-M.
Físicamente no tardé en
recuperarme, pero aquel trauma fue demasiado para mí, no me veía capaz de
superarlo. Desde entonces me daban pánico las multitudes, era imposible
predecir cuál iba a ser su conducta si sucedía algo inesperado.
Esa era la versión
larga, pero supongo que no tenía mucho sentido contársela, después de todo en
cuanto me dejase en casa no nos íbamos a volver a ver.
—Tengo enoclofobia,
miedo a las multitudes.
—Vaya, en mi vida había
escuchado esa palabra —Se rió — No parece muy agradable ¿No tendrías que ir al
psicólogo o algo?
—He ido, pero al final
siempre acabo recayendo ¡Aparca! —Increíble, Sara había conseguido encontrar un
sitio en frente de mi portal, no podíamos dejar pasar la oportunidad.
—Yo conozco a una
psicóloga muy buena, si quieres puedo darte su número.
—Oye mira, te agradezco
todo lo que has hecho, pero no necesito la compasión de nadie.
Sara detuvo el coche y
yo salí, molesto, no necesitaba que una completa desconocida se metiese en mi
vida, por muy guapa o maja que fuera.
—Santi lo siento, no es
compasión, es sólo que no me parece justo que no puedas ir a cosas como las de
hoy. Ni siquiera has llegado a las casetas.
Saqué el ticket y lo
metí en el coche para que no me pusieran una multa, ya bastante tenía encima.
—No es para tanto, no
me voy a deprimir por no haber conseguido un maldito autógrafo.
—Santi espera.
—Muchas gracias, será
mejor que vuelvas, tu compañero debe echarte de menos.
Saqué la llave y la
metí en la cerradura, pero Sara me empujó, me la arrebató y se la metió en el
escote.
La miré con la boca
abierta, aun sin poder creer lo que acababa de hacer, pero ella simplemente me
sonrió y sacó la lengua.
—No te la pienso
devolver hasta que me escuches.
—Estás de broma — Negó
con la cabeza así que me crucé de brazos y la seguí el juego — Vale ¿Qué
quieres?
—Que quedes conmigo el
fin de semana que viene.
—¿Qué? Y ¿Por qué
tendría que hacer eso?
—Porque soy guapa, muy
maja e increíblemente sexy —Me guiñó un ojo y yo resoplé —Bueno ahora en serio,
me gustaría enseñarte una cosa, ya verás, te aseguro que no te vas a
arrepentir.
Fruncí el ceño,
inseguro, no sabía si fiarme de ella — ¿Qué es lo que te hace pensar que me va
a gustar? No me conoces.
—Es que soy medio bruja
y mi instinto me dice que necesitas verme el sábado que viene —Seguí dudando —
Venga ¿Qué es lo que te da miedo? No muerdo.
Suspiré, pero al final
acabé aceptando, era muy complicado negarse ante tanta persuasión.
No me gustaba salir si
no era estrictamente necesario, cada vez que dejaba mi pequeño refugio me
estaba arriesgando a sufrir un nuevo ataque de pánico, el simple hecho de
pensarlo me ponía los pelos de punta. Ni siquiera los pocos amigos que tenía
habían conseguido lo que Sara había hecho en prácticamente unos minutos. El
“No” que tantas veces había utilizado para quitarme de encima a los moscardones
que me rodeaban se había quedado atorado en mi garganta.
Había algo en ella que
me intrigaba y me descolocada, era un sentimiento que nunca antes había
experimentado.
Quizás ella era la mano
amiga que necesitaba para salir del foso en el que estaba metido. Me habían
dicho cientos de veces que los miedos se pueden superar, pero nunca me lo había
creído; al menos no hasta ese momento ¿Y si era ella el apoyo que
inconscientemente había estado buscando?
Sólo había una manera
de averiguarlo.